3/24/2009

Música en las venas



Música.
Le zumbaba en la cabeza. Le gritaba en el alma.
Amaba la música de esa ciudad.
No sólo tango y rocanrol.
Bombos y bocinas. Trenes y estribillos. Marchas y mendigos. El silencio de los vivos y el berrinche de los muertos.
Recordaba los días sin música.
Había llegado a Buenos Aires con un oficio, un fajo de billetes y un nombre. El oficio era una habilidad que había adquirido en la primaria y había afinado en la secundaria. Su madre siempre había dicho que era muy cuidadoso con los útiles, que siempre le duraban años y estaban impecables. Él nunca le había aclarado que esos útiles impecables y duraderos eran de compañeritos que nunca se habían explicado su pérdida. Cuando se cansó de que su padrastro lo golpeara, le robó el fajo de billetes y se fue del pueblo. Triunfaría en la ciudad. A fin de cuentas se llamaba Esteban, no Eustaquio como el idiota de su hermano.
Se pagó una pensión barata mientras exploraba el ambiente. Al principio se había sentido perdido. Estaba al borde de la desesperación, contando las últimas monedas, cuando empezó a oír la música.
La ciudad le hablaba.
Era pura magia, y sólo era cuestión de escuchar.
Cuando aprendió a escuchar, la ciudad empezó a tratarlo bien. Tuvo un par de buenos golpes, billeteras con fajos de dólares. Y la ciudad le siguió sonriendo. La música continuaba, y él adivinaba quiénes llevaban plata en el bolsillo y quiénes no. Dejó la pensión para alquilar un departamento modesto.
Cuando llegaba al departamento, era un chico tímido y bien educado que saludaba al portero y no creaba problemas con los vecinos. A veces él mismo se creía esa imagen, tanto que hasta pensó en buscarse un empleo decente. Pero su mundo era la calle, y esas ideas raras no le duraban mucho. ¿En qué empleo decente le habrían pagado por hacer lo que sabía? ¿En qué empleo decente lo habría guiado la música?
La música le había ayudado a afinar su arte. Sabía arrebatar, birlar, hurgar, extraer, cortar y correr. Algunos preferían el tren, el subte, el colectivo o los bancos. Él era experto en todos los rubros. Algunos preferían el centro, Retiro o Constitución. Él era baqueano en todas las zonas. En cinco años de profesión, había juntado ahorros y nunca lo habían prontuariado ni había irritado a la competencia. Era metódico y respetuoso.
Seguía recetas simples: trabajar solo, ser simpático con los pibes que trabajaban para otros, no tocar drogas y no pasarse de ambicioso.
Lo importante era seguir la música. Cuando descansaba en el departamento de Lugano, mirando el barrio por la ventana, sentía esa música en los nervios.
Era una música de bronca y muerte. Una música compuesta por mil sonidos que todos oían pero nadie escuchaba.
El gorgoteo de las alcantarillas tapadas en días de lluvia, el pedorreo de los colectivos, el tintineo de las monedas en las latas de los mendigos, el canto ronco de los vendedores que ofrecían baratijas en los trenes, el griterío de los juegos de video, los murmullos de los tórtolos en las plazas, el chirrido del óxido en las cañerías.
Odiaba la ciudad, pero amaba su música. Una cosa no iba sin la otra. Si hubiera querido la ciudad, habría sido como esos viejos aficionados al tango que evocaban una Reina del Plata de bulines y una Corrientes paradisíaca. Al odiarla, había comprendido sus exigencias, y había sabido escucharla.
Y la música lo había protegido.
La música era sangre en las venas, y nunca se coagulaba.

1 comentario:

VAle y Camii.